ELLA Y ÉL
Ella y él podíamos ser tú y yo, ella y tú, ella y ella, él y él, tú y tú, yo y yo, en fin, nosotros en cualquiera de sus formas.
Nosotros empezamos a conversar filosofando. Lo hacíamos siempre. Pero tú hacías algo poco habitual, algo raro en ti. A veces te adelantabas y me dabas la clave de lo que mi pensamiento buscaba en mis palabras.
«Aquí, el kiwi y el pájaro han aprendido a devolver al suelo el alimento que tomaron, y con ello iluminan con colores los ojos de las niñas», dijiste.
Qué razón tenías, los árboles y los pájaros que nos rodeaban en nuestro lugar secreto así lo confirmaban. Nos habíamos adentrado en el ciclo de la naturaleza, formábamos parte de algo mágico.
Aquella magia de los colores y el encanto de la luz siempre me seducía, como tus palabras seducen a los bendecidos de nacimiento. Esos colores de tus vocales y tus consonantes parecen emanar del mismo sol. Pues tanto brillan y tanto iluminan los corazones.
No querías que siguiera hablando, así me lo dijeron tus mejillas enrojecidas de repente.
«Fuiste en busca del sol y él te adoptó como mensajero de su luz», te dije.
Y qué razón tenía mi pensamiento; me lo dijeron tus dientes blanquísimos asomando entre tus labios.
Encontraste la fuente de luz que nunca se extingue y la acogiste en tu corazón.
Y eso nos permitió atravesar con bien los días más intensos que vivimos en aquella selva. Tu luz fue un pasaporte de paz.
La selva se entretejía entre nosotros a medida que el sol se marchaba a iluminar otros mundos. Lianas y ríos de agua dulce nos traían el olor del kiwi. Y los pájaros multicolores escuchaban nuestra conversación como distraídos, como si no les importara, cuando tú y yo sabíamos que sí les importaba, pues rinden cuenta de todo lo que pasa en la selva a las ramas más altas de los árboles. Lo supimos por la fina lluvia de rumores que nos llegaba desde lo más alto en forma de gotas de luz que se derramaba sobre nuestras miradas, sobre nuestros corazones.