
Era invierno del año 1982, la luna encendida en una plaza de un pueblo cualquiera. Una pandilla de veinte niños aprovechaban los últimos minutos del día jugando, a la luz de la luna, hasta la hora que sus madres les llamasen para ir a cenar. Un anciano llevó unas bolas a la plaza y le regalo una a cada niño.
Después les propuso que hicieran una señal con la inicial de su nombre a cada bola, las dejaran en el suelo y se fueran a la puerta de color verde que se encontraba a unos veinte metros de distancia de allí. Una vez allí les dijo: “tenéis hasta la hora de ir a cenar para que cada uno encuentre la bola, que lleva vuestra señal “. Aunque los niños de antes sabían jugar y tenían una imaginación desbordante se acercaron, a la luz de la luna y buscaron su bola, pero se acabó la hora de jugar y nadie había podido encontrar la suya.
Era verano del año 2020, uno de esos niños que jugaban en la plaza ahora ya era adulto. Repitió el juego que había aprendido cuando era un niño pero esta vez les dijo a sus hijas y amigas: «Tomen cualquier canica y entréguensela a la dueña , el nombre lo lleva anotado con su inicial «.
En apenas un par de minutos todas las niñas ya tenían su bola en la mano.
Finalmente, dijo el adulto: «Chicas, las canicas son como la felicidad. Nadie la va a encontrar buscando la suya solamente. En cambio, si cada uno se preocupa por la del otro, encuentra rápido la que le pertenece».
Como todos somos uno, será unidos que encontraremos la felicidad.